viernes, 31 de octubre de 2014

La falsa medida animal

 
La ciencia es una herramienta imprescindible, desde luego. En el ámbito de la ética, por ejemplo, es el uso de las evidencias científicas en nuestro proceso de razonamiento lo que permite determinar el correcto criterio de conducta. Pero los científicos son seres humanos normales y corrientes que no dejan de estar imbuidos por los mismos prejuicios que el resto de la sociedad. El mayor prejuicio actual es el especismo, así que nada soprende que los libros de divulgación científica reflejen una buena impregnación antropocéntrica.

Uno de los ejemplos más claros lo hallamos en la manida costumbre de dividir a los animales en «animales superiores» y «animales inferiores», una práctica que de tan habitual parece haber cobrado una caterogía rayana en los aximático. Hoy veríamos con espanto que se hablara de razas o clases superiores e inferiores, pero el conseso a ese rechazo posee una historia que se cuenta en términos muy breves. Los intentos por jerarquizar las razas o las gentes de distintas clases han sido hasta hace poco una tónica preponderante, hecho de que se ocupa Stephen Jay Gould en su fantástico libro La falsa medida del hombre, por ejemplo. Por fortuna, el disipado del racismo y el clasismo ha ido provocando el abandono paulatino de aquellos infaustos intentos de jerarquización.

En el caso de los animales, es muy posible que esa tan clara muestra de antropocentrismo venga inducida por la mala interpretación que suele hacerse de la evolución. Mucha gente tiende a interpretarla como poco menos que una carrera, considerando así a los grupos más cercanos a una meta imaginaria como a los seres «más evolucionados». Pero el propio apelativo de «más evolucionado» carece de sentido. La evolución biológica no es más que un mecanismo de adecuación, un proceso generacional de adaptación a los cambios en el entorno y las necesidades específicas.

Pongamos un ejemplo ilustrativo: imaginemos una especie concreta de almeja que viviera concentrada en una región costera determinada. La concha de estas almejas es clara, igual que el sedimento en el que habitan. Pero si por alguna circunstancia (como un movimiento sísmico o una erupción volcánica) tal sustrato se volviese oscuro, es probable que las mencionadas almejas terminasen "adoptando" una concha más oscura y semejante al nuevo color del suelo debido a que las conchas más sombrías dotarían a sus dueños de unas probabilidades mayores de supervivencia y, por consiguiente, de reproducción y transmisión genética (esto es a grandes rasgos lo que se conoce como selección natural). Estas "nuevas" almejas de concha oscura no estarían más evolucionadas
ni desde luego serían superiores a sus antecesoras—, sino que estarían sencillamente mejor adaptadas a ese nuevo ambiente y a esas nuevas necesidades de la especie (el sedimento podría volver un día a su color original y el proceso se daría entonces a la inversa).

Estas son nociones básicas de biología, pero aun así seguimos cayendo en la tentación de considerar la evolución como una especie de concurso, sobre todo porque tal idea nos permite colocarnos en cabeza. Ya cuando Darwin formuló su teoría le fue solicitado referir la evolución como el mecanismo que Dios había decidido emplear como vía de destino al Hombre, solicitud que el naturalista rechazó. (Por cierto que entre las notas personales de Darwin fue halló una que decía:
«No uses nunca los términos "superior" e "inferior"».)

Otra estrategia habitual en la jerarquización animal es la guiada por las características o cualidades de los individuos pertenecientes a unas y otras especies. Pero, ¿qué supuesto criterio se sigue en este caso para determinar qué animales son "superiores" y cuáles "inferiores"?

La babosa de mar Elysia chlorotica ha adquirido la increible virtud de practicar la fotosíntesis; los salmones son capaces de recordar el lugar preciso en que nacieron después de toda una vida en alta mar; la rana del bosque o Lithobates sylvaticus es capaz de permanecer durante días congelada y regresar intacta de esa condición; las abejas producen su propio alimento en el interior de su organismo; y se ha descubierto a algunos crustáceos y otros animales viviendo felices en regiones que antes se consideraban imposibles de habitar, como en las fuentes hidrotermales, donde el agua puede alcanzar los 400°C. Todas estas características son espectaculares, inimaginables para los humanos, pero será difícil que encontremos incluída a ninguna de estas especies en el catálogo de los «animales superiores».

Casualmente (apréciese el sarcasmo) son las cualidades mejor desarrolladas en los humanos las que parecen regir la jerarquización, en especial la inteligencia. Pero, además de haber quedado en ruinas ya la exclusividad de todas ellas, no hay nada que justifique la mejor valoración de unas características por sobre otras. Cada animal (o cada especie animal, como se prefiera) posee las cualidades requeridas para su particular supervivencia. Los humanos tenemos pulmones porque vivimos en tierra firme, mientras que los peces cuentan con branquias porque viven bajo el agua. Determina la superioridad o inferioridad de alguien en función de tener branquias o pulmones sería un despropósito arbitrario, y lo mismo ocurre con cualesquiera otras características y facultades.

Habrá quienes amparen la superioridad humana en su domino del planeta y el resto de los animales. Pero el poder no equivale a distinción o superioridad. Bajo ese criterio se habría de aceptar la superioridad de los negreros o los hombres que someten a las mujeres. Además, el tal criterio no parece guiarnos siempre, como en el caso de esos leones a quienes llamamos «reyes de la selva» aun sabiendo que fracasan en la inmensa mayoría de sus cacerías o que un antílope adulto y sano bien puede reírse en la cara de tan ilustres soberanos (por no hablar de la impotencia a la que pueden llegar a reducir las hormigas o las abejas a éstos grandes félidos, quienes son a su vez muy inferiores en número respecto a otras muchas especie de su mismo hábitat, dicho sea en previsión de quienes se sientan tentados de fijar aquí una nueva pauta).

Los humanos nos hemos adaptado bien a nuestro entorno y nuestras necesidades. Hemos tenido un gran éxito en nuestra evolución, si se quiere (que ya es mucho querer). Pero abusar del poder que otorga el éxito no es un síntoma de superioridad. No al menos la superioridad que aquí se está tratando. Si alguien quiere ver en ello alguna clase de superioridad, tendrá primero que aceptar que existen a su vez humanos superiores e inferiores, pues es evidente que no todos gozan del mismo éxito y poder.

Lo cierto es que no puede justificarse el antropocentrismo mediante la jerarquización animal porque la jerarquización animal es un producto directo del antropocentrismo. Tal procedimiento incurre en petición de principio: tratar de demostrar algo usando como argumento aquello mismo que se pretende demostrar.

Lo dicho aquí sirve también para revelar la manera en que el lenguaje puede perturbar la realidad. Durante años se ha venido separando a los humanos de los animales creando un falso distanciamiento entre nosotros y ellos que ha servido como base para la explotación de los segundos. Hoy acatamos con menor complejo nuestra condición animal, pero aún seguimos reservándonos la cima de una falsa jerarquía herigida en honor de nuestro ego.  


Somos un animal más; una especie perteneciente a un reino compuesto por una infinidad de individuos; individuos con sus virtudes y sus defectos; ni mejores ni peores; ni superiores ni inferiores. Nuestra agrupación o clasificación (la clasificación taxonómica) no es menos arbitraria ni posee mayor relevancia moral, pero al menos justifica su existencia en virtud de rentas prácticas. Las jerarquías ni siquiera pueden encontrar coartada en eso. Son sólo una consecuencia más del especismo. Una herramienta al servicio de su propia perpetuación.

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