domingo, 22 de mayo de 2016

Hans era aún más listo


La historia de Hans el Listo me fascina, y ahora explicaré los motivos del porqué. Sin embargo, antes de entrar en materia será oportuno que ponga al público en antecedentes:

Clever Hans fue un caballo que se hizo famoso a principios de siglo XX por sus supuestas capacidades aritméticas. Se le planteaba una ecuación cualquiera y daba el resultado exacto golpeando el suelo con su pie. ¿Cuántos son dos más dos? Cuatro golpes. ¿Cuántos son tres por siete? Veintiún golpes. ¿Qué fecha es el viernes de la semana siguiente al marte 8? Dieciocho golpes. Su porcentaje de aciertos rozaba el 90%. ¡Espectacular!

Su habilidad le granjeo una fama mundial que lo llevó de gira por toda Alemania y parte del extranjero. Todos querían contemplar a tan formidable caballo. Contemplarlo... y tratar de averiguar el truco. Pero no lo había. O no parecía haberlo, porque al final terminó por revelarse uno, aunque no en el sentido figurado.

Lo que se descubrió fue que Hans era incapaz de dar con la cifra correcta sin la presencia física de seres humanos a su alrededor. De hecho, era incapaz de dar ninguna cifra. En tales casos empezaba a golpear el suelo sin parar. El caballo no conseguía acertar el resultado sin la presencia de alguien que supiese la respuesta. ¿Un fraude? En absoluto. Sus espectadores le ofrecían las pistas necesarias para la solución de cada ejercicio, pero lo hacían de una forma no deliberada, inconsciente. El "truco" de Hans, en definitiva, consistía en interpretar las delicadísimas señalas que el público transmitía involuntariamente cuando el equino alcanzaba con sus golpes el número correcto exigido por cada uno de los problemas formulados.

Destapado el mito, su prestigio se derrumbó y la atención hacia su caso se fue desvaneciendo. Por contra, es en este punto exacto donde más aumenta mi fascinación.

Hans no sabía sumar ni multiplicar, de acuerdo; pero, tal y como yo lo veo, su talento real iba mucho más allá que todo eso. ¿Quién diablos, sin ningún tipo de conocimientos matemáticos, sería capaz de dar la cifra exacta de una ecuación interpretando las sutiles alteraciones expresivas de unos regios concurrentes?

Pensemos en ello un instante. ¿Cuánto puede cambiar la anatomía o fisonomía de alguien cuando otro se va aproximando a una cifra conocida? Estamos hablando de un público expectante y crítico, un público a menudo científico, escéptico. ¿De qué tipo de reacciones estamos hablando? ¿Un leve arqueamiento de cejas? ¿Una respiración contenida? ¿Un agarrotamiento yugular tal vez? No imagino gestos más exagerados. Oskar Pfungst, jefe de la comisión encargada de estudiar el caso, dijo tratarse de un aumento de la tensión facial. No olvidemos sin embargo otro importante detalle: se trata de un caballo interpretando las respuestas emocionales de unos seres humanos. Es bien conocida la riqueza que esconde el lenguaje corporal, pero la facultad de Hans para leerlo no creo que tenga paragón.

Lo que todo ello me sugiere a mí es un ejemplo claro de lo tendenciosa que resulta nuestra mirada de las cosas, así como el empeño que se ha invertido siempre en demeritar las aptitudes de los otros animales. Se me antoja evidente que lo que Hans era capaz de hacer era mucho más impresionante que lo presupuesto; pero lo presumido tan sólo era una burda imitación de las habilidades humanas, mientras que lo real las superaba.  

La ciencia nunca se ha caracterizado por su generosidad hacia las demás especies, alcanzando a menudo cotas verdaderamente ridículas en esta perpetua obstinación despreciativa. Algo siempre comprometido ha sido reconocer su mundo emocional. ¿Emociones? No, no, hablemos de "instintos" mejor, que no dicen nada pero que al menos permiten la elusión de lo primero. ¿Por qué? Porque las emociones no son objetivas ni mensurables. Porque implican bajarnos del pedestal en que nos gusta colocarnos. Porque recordar que los demás animales también tienen emociones compromete en mucho lo que les hacemos cada día.

Al observar a un ganso macho atusando las plumas de su pareja con gesto tierno y deliado, uno se ve tentado de pensar que aquello que contemplan sus ojos es un síntoma de amor. Pero muchos científicos le dirán que, bien al contrario, lo único que empuja al macho a hacer tal cosa es el deseo de reproducirse para transmitir sus genes. Irónicamente, en el afán por negarle al ganso facultad para el cariño, se lo dota de la capacidad de comprender nociones como herencia genética. O dicho de otro modo: al intentar desprestigiarlo, se lo eleva a la categoría de biólogo eminente.

Los teóricos dicen abogarse al «principio de parsimonia», aquel que exige aceptar en primera instancia la más sencilla explicación de todas las posibles. Es muy razonable, desde luego. Sin embargo, parece inevitable pensar que las explicaciones que apelan al amor son más sencillas que aquellas que elucubran sobre sus inclinaciones conservacionistas. Pero el científico también negará esto último, claro. Dirá que no hay tal cosa y que el animal actúa de forma inconsciente movido por impulsos internos programados desde la reserva genética de su especie. Lo que ocurre es que si empezamos a desgranar esos "impulsos" terminarán adoptando una forma muy parecida a lo que entendemos por amor. «Hablemos de "afecto" en lugar de "amor"», reivindicarán a pesar de todo. ¿Cuál es la diferencia? Creo que sólo algunos conductistas la conocen. Es en un círculo vicioso absurdo pero muy útil a su cometido: evitar la alusión de términos "prohibidos"

El psicólogo y primatólogo Roger Fouts llama a esto «la regla de caucho», emplear criterios diferentes en función de si los animales son humanos o no humanos. En realidad se trata de puro antropocentrismo. Se rechaza el uso de estas expresiones por lo mismo que se ha solido rechazar la atribución de nombres propios a las víctimas de estudio. Los demás animales deben ser vistos como simples números sin emociones ni sentimientos porque lo contrario supone dotarlos de personalidad —una personalidad que tienen, desde luego, pero que conviene obviar para no tener que cargar con el peso moral de nuestro crimen cotidiano. 

Tal y como aprecia el biólogo Marc Bekoff, la ciencia siempre ha tenido la mala costumbre de negar aquellos conceptos que le resultan incómodos, o de restringir su definición hasta alcanzar el grado de la inutilidad. En su empeño por evitar toda etiqueta "antropomórfica", algunos teóricos han descuidado su protección contra vicios muchos más perjudiciales.

Hans el Listo resultó más listo de lo que se creía después de todo. Tal vez demasiado. 

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